Al llegar su turno, el hombre desenvaina su tarjeta plástica de
admisión al reino terrenal. Luego de pasarla por la ranura, con la banda
magnética correctamente orientada, como indica el severísimo mandamiento
enunciado en letras rojas sobre el letrero autoadhesivo de la puerta, el dios
Banco permite a su adorador, el acceso al pequeño recinto. Ya se siente mejor
el infeliz, al saber que a pesar de sus pequeñas faltas, el dios lo admite,
aunque sea para confesar o recriminarle su licenciada existencia.
Nuevamente, con sumo cuidado y cierta
angustia, introduce su tarjeta en la ranura de acuerdo a los correspondientes
mandamientos autoadhesivos, esta vez de color negro, adosados a un costado del
pequeño gabinete. La pantalla se ilumina, dejando ver el siguiente precepto:
...control de posesión lícita y no caduca del plástico temporalmente retenido.
Desposeído momentáneamente de su credencial de existencia, el hombre
sufre durante algunos instantes el temor al rechazo liso y llano de su presencia,
con el agravante de que en tal caso el dios Banco no le restituya el plástico
existencial. Al aparecer en pantalla las opciones de operación, vuelve a
sentirse poderoso. Sabe que luego de sus actividades recuperará el símbolo de
su dignidad.
Primero teclea el pulsador de confesiones, el cual inmediatamente
muestra en letras de cristal los pecados cometidos contra el dios en el último
período y fija de antemano los tributos que le deberá rendir, a fin de no
quedar provisoriamente excomulgado, cosa que al hombre aflige en modo sumo.
Transpira el mortal, dentro del cubículo de cristal. En su mente,
turbulentos pensamientos lo abruman y los mágicos números de la cábala
matemático-contable que danzan frente a sus ojos lo marean. En su diálogo con
el supremo, se mezclan deudas contraídas, haberes impagos, pagos, compras,
intereses, punitorios, costos, cuotas y otras yerbas. De tanto en tanto un vago
recuerdo de los placeres que debería tener en su haber por tanto pecado
monetario de pantalla perturba su accionar y hasta lo incomoda.
De repente el poderoso dios lo ilumina. Resplandeciente y soberbio
aparece el fallo del supremo, quien le aclara el pensamiento, le indica su
destino, le hace sentir su presencia. Llegan las amonestaciones y fuertes
advertencias y por fin, al cabo de unos instantes de gran tensión, recibe la
comunión profana tan ansiada: un pequeño fajo de billetes, su preciada
credencial y el certificado de comunión, que lentamente van saliendo por
diversas ranuras.
Al darse vuelta en su estrecho habitáculo, siente un agudo dolor que lo
sorprende como una estocada en pleno pecho. Cae golpeando contra el cristal de
la puerta cerrada, viendo como desde afuera el próximo creyente de la cola lo
mira con espanto. El mundo sube a su alrededor, mientras él, impotente, va
bajando con el fajo a medio meter en el bolsillo, aferrando con una mano el
picaporte y con la otra el emblemático plástico redentor.
Ya en el piso y con la puerta trabada por su propia corpulencia, divisa
por entre las piernas de dos personas que pujan por abrir, las copas más altas
de los árboles de la plaza y la cruz de la iglesia de enfrente, que serena lo
sigue llamando, …en vano.
G. Porten
De la serie "Religiones profanas y mundanas"
G. Porten
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