09 septiembre, 2023

Comunión profana

Cual si fuese un moderno confesionario, el cajero electrónico del Banco Plaza se encuentra apretujado entre el edificio del banco mismo y el kiosco "Pancho el Rápido" instalado hace un mes. A él concurren ansiosos más peregrinos que los que recibe el cura de la iglesia de enfrente, quien aún sin cobrar la consulta, no logra contar con la cantidad de fieles que desearía. Tal vez por la infame prisa que enceguece al mundo, o por el afán cada vez más enquistado en los hombres de sobresalir del resto de sus iguales por la chatarra material, símbolo del poder, la gloria y la supremacía de su fugaz propietario, a veces ostentada sin el menor recato frente a los rostros afligidos de quienes, impotentes, miran sin comprender el por qué de su explícita inexistencia.

Al llegar su turno, el hombre desenvaina su tarjeta plástica de admisión al reino terrenal. Luego de pasarla por la ranura, con la banda magnética correctamente orientada, como indica el severísimo mandamiento enunciado en letras rojas sobre el letrero autoadhesivo de la puerta, el dios Banco permite a su adorador, el acceso al pequeño recinto. Ya se siente mejor el infeliz, al saber que a pesar de sus pequeñas faltas, el dios lo admite, aunque sea para confesar o recriminarle su licenciada existencia.

Nuevamente, con sumo cuidado y cierta angustia, introduce su tarjeta en la ranura de acuerdo a los correspondientes mandamientos autoadhesivos, esta vez de color negro, adosados a un costado del pequeño gabinete. La pantalla se ilumina, dejando ver el siguiente precepto: ...control de posesión lícita y no caduca del plástico temporalmente retenido.

Desposeído momentáneamente de su credencial de existencia, el hombre sufre durante algunos instantes el temor al rechazo liso y llano de su presencia, con el agravante de que en tal caso el dios Banco no le restituya el plástico existencial. Al aparecer en pantalla las opciones de operación, vuelve a sentirse poderoso. Sabe que luego de sus actividades recuperará el símbolo de su dignidad.

Primero teclea el pulsador de confesiones, el cual inmediatamente muestra en letras de cristal los pecados cometidos contra el dios en el último período y fija de antemano los tributos que le deberá rendir, a fin de no quedar provisoriamente excomulgado, cosa que al hombre aflige en modo sumo.

Transpira el mortal, dentro del cubículo de cristal. En su mente, turbulentos pensamientos lo abruman y los mágicos números de la cábala matemático-contable que danzan frente a sus ojos lo marean. En su diálogo con el supremo, se mezclan deudas contraídas, haberes impagos, pagos, compras, intereses, punitorios, costos, cuotas y otras yerbas. De tanto en tanto un vago recuerdo de los placeres que debería tener en su haber por tanto pecado monetario de pantalla perturba su accionar y hasta lo incomoda.

De repente el poderoso dios lo ilumina. Resplandeciente y soberbio aparece el fallo del supremo, quien le aclara el pensamiento, le indica su destino, le hace sentir su presencia. Llegan las amonestaciones y fuertes advertencias y por fin, al cabo de unos instantes de gran tensión, recibe la comunión profana tan ansiada: un pequeño fajo de billetes, su preciada credencial y el certificado de comunión, que lentamente van saliendo por diversas ranuras.
    
Al darse vuelta en su estrecho habitáculo, siente un agudo dolor que lo sorprende como una estocada en pleno pecho. Cae golpeando contra el cristal de la puerta cerrada, viendo como desde afuera el próximo creyente de la cola lo mira con espanto. El mundo sube a su alrededor, mientras él, impotente, va bajando con el fajo a medio meter en el bolsillo, aferrando con una mano el picaporte y con la otra el emblemático plástico redentor.



Ya en el piso y con la puerta trabada por su propia corpulencia, divisa por entre las piernas de dos personas que pujan por abrir, las copas más altas de los árboles de la plaza y la cruz de la iglesia de enfrente, que serena lo sigue llamando, …en vano.




De la serie "Religiones profanas y mundanas"

G. Porten

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